martes, octubre 10, 2006

Detrás de los viñedos

No veía a Mocho desde hace más de diez años, desde las épocas en las que era el más pendejo del colegio. Lo encontré sin afeitar y un poco barrigón. Usaba las chancletas domingueras mordisqueadas por el perro y la vieja camiseta de un equipo de fulbito al que el altar y la paternidad fueron dejando poco a poco sin jugadores. Sus hijos le jalaban los brazos casi hasta tocar el suelo, mientras corrían hacia el parque, con la excitación que sólo un niño puede sentir un domingo a las nueve de la mañana. Me puse a mirarlo de lejos. Se moría de risa correteando a su prole. Hacía payasadas. Era un niño más en medio de sus hijos. Como en las épocas en que no había barriga, ni hijos, ni siquiera parque, sólo un terreno baldío que había formado parte de una de las grandes haciendas vitivinícolas de Surco y de la que apenas sobrevivían unos viñedos que, junto a algunos árboles y arbustos, se resistían a su inexorable desaparición en las fauces del crecimiento urbano.

En el mismo lugar donde hoy juega con sus niños, pero hace quince años, fue donde Mocho y este servidor se tomaron la primera cerveza de sus vidas. Me acuerdo que fue Mocho el que la compró. "Es para mi papá, señora", afirmó sin inmutarse mientras le entregaba a la tía nuestras propinas de varios días y yo me orinaba de miedo a su costado. Recuerdo que casi le arranchamos la botella de las manos a la tía y corrimos hasta los viñedos, la abrimos con el destapador que había sacado de su cocina y nos la tomamos a pico. No nos gustó, pero hicimos lo mismo durante años amparados entre el follaje que nos rodeaba. "Mi papá tiene sed", decía él cuando quería tomar, nos cagábamos de risa e íbamos donde la tía. Un día Mocho tomó más de la cuenta y me contó de su viejo. Se llevaban hasta las huevas. Creo que el tío le daba mucho al trago y se le pasaba la mano con la correa al tratar de enderezar al más pendejo del colegio. Mocho se puso a llorar y me juró que a sus hijos no los iba a tratar así jamás. Después vomitó todo lo que había almorzado ese día y se quedó dormido. Me quedé con él. Se despertó cuando ya habían pasado varias horas de mi límite de permiso. Cuando llegué a mi casa, mi viejo me gritó hasta quedarse afónico. Pero yo sólo podía pensar en el pobre Mocho. Seguramente en ese momento le estaban sacando la mierda en su casa. Cuando mi viejo acabó de regañarme yo lo abracé y me puse a llorar. Mi pobre viejo no entendía nada.

Pasó el tiempo y comenzamos a adentrarnos en el inexplorado universo femenino y la botella fue encontrando otras utilidades. Mocho, como no podía ser de otra manera, vino con la novedad de la "botella borracha", juego por el que dejamos prácticamente todo, incluida la pelota y el supernintendo. Yo casi nunca tenía suerte y siempre me tocaba cumplir castigos tontos, pero de chapes, nada. Hasta que el día de mi suerte llegó. Luego de interminables vueltas, la botella se detuvo. El pico le apuntaba a una chica que me gustaba y el fondo a Mocho. Y Mocho mandó: "Chapa con Angel". Me acuerdo que la llevé flotando detrás de unos arbustos, mudos testigos de mi primer acercamiento a la anatomía femenina. Cuando salimos éramos oficialmente enamorados. Duramos un mes. Después ella fue enamorada de Mocho. Duraron menos.

Mientras lo veía en los columpios esforzándose por prestarle atención a los dos pequeños al mismo tiempo, yo, desde mi rincón, intentaba vanamente de acordarme cuándo dejé de frecuentar a Mocho. No pude. Ni siquiera podía recordar cuándo dejé de ir a ese terreno. Me preguntaba cuándo desapareció. Cuándo arrasaron los viñedos, los árboles, los arbustos y la acequia para dar paso al parque, los edificios y los grandes estacionamientos. Cuándo se fueron todas esas vivencias, todos esos descubrimientos. Esas alegrías y tristezas de las que está hecho el crecer. Me acerqué un poco. Al verme, Mocho sonrió nostálgicamente. Quizá en ese momento él también se preguntaba lo mismo.