jueves, julio 07, 2005

A propósito del Día del Maestro

En el colegio yo tenía un profesor de Historia Universal que era en realidad genial. El hombre no se limitaba a explicarnos por qué a Napoleón le sacaron la chochoca en Waterloo o los detalles sobre la decapitación del Rey de Inglaterra Carlos I, sino que además era una fuente inagotable de historias, anécdotas y esos detalles paralelos que le dan a la historia un color distinto al de las enciclopedias. Años antes que el cable nos trajera la maravilla de “The History Channel”, este profesor había encontrado el modo de hacer sus clases de una manera tan entretenida e interesante que lograba mantener atentos por tres cuartos de hora a un grupo de treintaitantos escolares menores de 16 años que no precisamente se caracterizaba por su buena conducta.

Y es que este profesor tenía una envidiable capacidad para hilvanar hechos y anécdotas con las que mantenía la atención de un auditorio que se jactaba de haber hecho llorar a uno de sus colegas. Por ejemplo, en una clase sobre los procesos revolucionarios en América Latina, el profesor explicó que éstos coincidieron con el “boom” de la literatura latinoamericana, que tenía entre sus más conspicuos representantes a Vargas Llosa y García Márquez. ¿Por cierto, sabían ustedes que Vargas Llosa le metió un puñetazo a García Márquez? No profesor, cuente, cuente. Y él contaba que, según narró el fallecido fundador de Oiga, Paco Igartua, el escritor peruano noqueó al colombiano al parecer por celos. Y esto pasó cuando se estrenaba en México una película con guión de Vargas Llosa sobre el accidente de aviación ocurrido años atrás en los Andes con un equipo uruguayo de rugby. Este accidente fue muy comentado en la época, ¿saben por qué? No profesor, cuente, cuente. Pues porque los muchachos uruguayos lograron mantenerse vivos gracias a que se alimentaron con la carne de los viajeros muertos. Bueno, hay culturas en las que se practica el canibalismo, sabían que… No profesor, cuente, cuente. Y así podía seguir, retornando al tema de la clase e intercalándolo con anécdotas, hasta que el maldito timbre nos interrumpía.

Confieso que fue la única vez en la que he estado en un salón de clase y no he deseado con todas mis fuerzas que llegue la hora de recreo o, mejor aún, de la salida. Eso lograba la pasión que mi profesor le ponía a su clase. Como cuando termino un buen libro, me dio pena cuando se terminó el año. Recuerdo que fui a buscarlo el último día de clase para agradecerle por lo que me enseñó aquel año de 1996.

Hace algún tiempo me encontré con él por primera vez desde que terminé el colegio. Lo saludé fraternalmente y luego de las frases sociales de rigor, me preguntó cómo me iba. Al poco rato noté que el brillo de sus ojos y su sonrisa inicial se iban borrando de su rostro. Yo ya no era más el chiquillo de uniforme que le decía “cuente, cuente” y con quien compartía su arsenal anecdotario.

Yo era un adulto al que ya no debía contarle la historia universal, sino una más personal, como que desde hace años trabaja en tres colegios y dicta clases los sábados y domingos para terminar a duras penas con la construcción de su casa. Que le han reducido la cobertura del seguro, que cada día son menos sus beneficios y que le preocupa el resultado que arrojan sus cálculos sobre la pensión que recibirá luego de su inminente jubilación.

Cuando me despedí de mi profesor, quise agradecerle nuevamente por lo que me enseñó, lo cual me sirvió más que muchos cursos de periodismo, quise decirle que la riqueza que él tiene es más grande que cualquier casa, porque el valor de haber formado tres generaciones de hombres de bien, quienes lo recuerdan con cariño, es más grande que cualquier casa o seguro. Pero me quedé callado. Y es que absolutamente nada de lo que hubiera podido decir habría sido suficiente para mi Maestro.

Desde mi corazón, Feliz Día Profesor.

martes, julio 05, 2005

Informalidad nuestra de cada día

Los relojes marcaban las 10 de la noche con 30 minutos del sábado anterior al Día del Padre cuando me di cuenta que no había comprado un regalo para mi abuelo, con quien iba a tomar desayuno ese domingo tan especial, que serviría para que el más ingrato de sus nietos expiara sus culpas, que en el fondo siempre terminan siendo las culpas del maldito trabajo y sus horarios prohibitivos.

Como resulta obvio, a esa hora todas las tiendas estaban cerradas y mi preocupación por no encontrar un regalo para la hora del desayuno era casi tan grande como mi sentimiento de culpa. Otra vez le iba a fallar al viejo.

Entonces me acordé que en Polvos Rosados las tiendas se quedan abiertas hasta bastante tarde. Le pedí a mi enamorada que me acompañara y nos fuimos con rumbo al Ovalo de Higuereta. En el taxi convenimos que lo más adecuado era comprar una casaca bonita para que mi abuelo vaya bien pintón a las sesiones de rehabilitación que debe llevar luego que sufriera una hemiplejia temporal.

Mis esperanzas se vieron satisfechas con creces cuando las vendedoras de dicho campo ferial casi se pelean para que les comparara alguna prenda. Finalmente, luego de caminar por algunos minutos, encontré una casaca perfecta para mi abuelo. Cuando creí que mi suerte no podía ser mejor, hice un descubrimiento que me alegró todavía más. En medio de toda la ropa amontonada se dejaba ver el cable de un POS, perdido entre polos, pantalones y chompas.

¿De casualidad aceptan VISA?, le pregunté incrédulo a la vendedora, quien resuelta me dijo que por supuesto. Como quiera que no contaba con mucho efectivo en ese momento, me felicité a mi mismo por haber descubierto que la modernidad había llegado a Polvos Rosados, al cual hasta ese momento no le había descubierto otra bondad más allá de ser el paraíso de los DVDs piratas y juegos de Play Station. (Recuerdo que una vez con mi hermano nos gastamos una cantidad vergonzosa en ambos rubros).

En fin, le di mi tarjeta a la chica, quien a su vez llamó a otro muchacho que “sabía como usar ese aparato”. Luego de recibir mi tarjeta se metió entre la ropa para “desenterrar” el POS. Pasaban los minutos y el muchacho no terminaba con la bendita operación. En ese momento se me acabó la suerte.

Al largo rato, el patita regresó con la misma cara que puso el Chavo del Ocho cuando Don Ramón le preguntó por los churros de Doña Florinda que se había comido. Con bastante disimulo llamó a la vendedora, mientras a mí se me borraba la sonrisa del rostro. “Uy, ¿y ahora?”, le preguntó la chica mirando de reojo a donde yo esperaba junto a mi enamorada.

“Ejem… señor nos hemos equivocado”, musitó la muchacha, mientras me alcanzaba el voucher y luego me explicaba que el chico “que sabía como manejar ese aparato” aplastó un cero de más y en vez de ingresar los 67 soles de la casaca, cargó la friolera de 670 soles. Pero eso no era lo peor de todo. El “experto” ahora no sabía como anular el consumo porque no conocía cuál era el código de Visanet y cuando le preguntaron a la dueña por el bendito código, respondió muy suelta de huesos que ella ni siquiera sabía qué era Visanet.

Al final, en lo único que tuve suerte esa noche es en haberle pedido a mi enamorada, quien trabaja en un banco y con sus contactos resolvió el problema, que me acompañara. De lo contrario, queridos amigos míos, no podría ir a la próxima reunión blogger, porque mi tarjeta estaría sobregirada.

viernes, julio 01, 2005

El post que nunca escribí

Tenía en mente escribir un post explicando las razones por las cuales no he podido escribir en los últimos días. Sin embargo, reflexionando al respecto, caí en la cuenta que sería demasiado pretencioso de mi parte suponer que alguien se ha dado cuenta de que he escrito o no. Y además, ¿no sería una soberana pérdida de tiempo intentar explicarle a los demás las razones por las cuales no escribo, cuando ya tengo bastantes problemas al intentar explicarme a mí mismo las razones por las cuales escribo?