lunes, marzo 28, 2005

Confesiones de un masoquista

No sé a ciencia cierta cómo ni cuándo comenzó esta adicción al dolor. Pero quizá pueda encontrar en mi niñez los orígenes de este raro mal. Haciendo memoria, creo que la punta de esta larga madeja de sufrimientos puede encontrarse un 30 de junio de 1985. Ese día, la selección peruana de fútbol estuvo a punto de clasificar al Mundial de México 86. No sería una clasificación común y silvestre. Íbamos a eliminar nuevamente a la Argentina en su propia cancha. Sólo faltaban siete minutos para que terminara el partido y nuestra selección iba ganando 2 goles a 1. Yo estaba a punto de cumplir seis años y ya me imaginaba pegando las figuritas de Cueto, Oblitas, Barbadillo y Navarro en mi álbum de México 86. Gareca se encargó de romper todos mis sueños. Fue el primer golpe. Pero estaba lejos de ser el último.

Pasaron los años y la cosa fue de mal en peor. Cada selección peruana que pasó del 86 en adelante fue más desastrosa que la anterior. Pero eso no era lo único que estaba lejos de mejorar. Paradójicamente, mientras más papelones protagonizaba la selección más acérrima era mi afición. Así, sufrí las sucesivas eliminaciones, sin pena ni gloria, para los mundiales de Italia 90 y Estados Unidos 94. Perú apenas consiguió un punto en los diez partidos que jugó. Yo vi todos esos partidos. Yo sentí todas esas derrotas. Luego vinieron las eliminatorias para Francia 98. La clasificación era posible y fue posible hasta el último partido de la eliminatoria. Esa esperanza sólo sirvió para hacer más cruel el desengaño. Chile nos goleó 4 a 0. Trágico final de otro sueño. De las eliminatorias para Corea-Japón 2002 mejor ni hablo.
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¿Cómo podía seguir yo, entonces, partido tras partido, gol tras gol (en contra, por supuesto), derrota tras derrota, eliminación tras eliminación, con esta malsana obsesión con escuchar el “Somos libres, seámoslo siempre...” en un mundial de fútbol? Esa respuesta no la tengo aún.

Lo único que tengo claro hoy es que Perú puede clasificar (aunque los hechos me demuestren lo contrario), sólo sé que veré cada uno de los partidos que quedan en esta eliminatoria (aunque casi todos serán derrotas), que sufriré con cada una de esas derrotas (¿ves? ya sabías lo que iba a pasar, terco) que me esperanzaré hasta el final (para sufrir cuando llegue ese final), que haré malabares matemáticos que darán como resultado la clasificación (en mis cálculos, por ejemplo, Bolivia tiene que golear a Colombia), que me encontraré otra vez con la derrota y que (como siempre) todo empezará de nuevo.

viernes, marzo 18, 2005

¡Qué viva Barney! (…al menos hasta que crezca mi sobrina)

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Lo intenté todo, pero con nada podía tranquilizar a la bendita chibola que parecía tener un excedente gigantesco de azúcar, pues su pequeña anatomía de dos años y medio no dejaba de ir de un lado a otro de la casa, seguida –apenas- por este sufrido (y resaqueado) tío que de cuidar niños sabe tanto como de matemática cuántica.

Había estado con unos amigos en una reunión que se prolongó hasta rayar las primeras luces de ese domingo. Cuando llegué a mi casa sentí una profunda felicidad de saber que mi familia se había ido al club. No porque no la quiera, todo lo contrario, sino porque podría dormir sin el bullicio endémico de los fines de semana en la Residencia Castillo Fernández.

Era apenas mediodía cuando sentí que alguien abría la puerta de mi cuarto. Era mi prima. En la mano tenía la llave que le había dado mi mamá, y en el rostro la expresión de un condenado antes de ser fusilado. “No tengo quien me cuide a la bebe. Sólo por un par de horitas. Tengo que recoger unas cosas en el trabajo y no la puedo llevar. No seas malito… etc.” Cuando estaba a punto de mandarla a rodar, mi sobrina entró al cuarto. “Benos día tiyo Anchel”. Besito incluido. ¿Cómo carajo decir que no? Mi prima desapareció en menos de lo que me demoré en decir: “está bien, pero sólo dos horas ¿ok?”

Las fuerzas me abandonaron a los escasos veinte minutos. El sueño, el dolor de cabeza y el malestar clásico de la resaca hicieron que sucumbiera en el sillón. En la media hora siguiente, la chibola había roto un adorno de mi vieja, rayado la tapita de mi celular, metido la mano en la boca de Porthos (mi perro), traumatizado para sus siete vidas a Pistaco (mi gato), arrancado hojas de las plantas de todos los maceteros, destrozado el catálogo de Saga, destrozado el catálogo de Ripley y un prolongado e inenarrable etcétera.

De nada sirvieron las canciones de Yola que le quería hacer cantar desde el sillón. Es que Yola ya fue hace tiempo, ¿no? Tampoco tuve suerte imitando voces graciosas. Bueno, no soy muy gracioso que digamos, tampoco la bebe tiene la culpa de todo. Entonces, me acordé que le gustaba la música de Axe Bahía. Desesperado, logré alcanzar el control remoto del equipo. Busqué en todas las emisoras. Ninguna pasaba al bendito grupete brasileño. “¡Y pensar que hace poco me tenían podrido todo el día con el Onda Onda y demás yerbas!”

“¡Ah ya sé! La voy a hacer ver televisión”, pensé finalmente. Prendí el todopoderoso aparato. “¿En qué canal pasan los dibujos animados, maldita sea? ¡Por fin! Adriana, mira los dibujitos”, grité, sin moverme, y poniendo todas mis esperanzas en la magia de la caja boba. Pero a ella no le interesaba.

Rendido y resignado a mi suerte, me quedé mirando Discovery Kids mientras mi sala sucumbía a la destructiva dictadura de la pequeña. Cuando de pronto, sonó una canción de desfile norteamericano, seguido de una canción: “Barney es un dinosaurio que vive en nuestra mente y cuando se hace grande es realmente sorprendente…” Adriana dejó de jalar el mantel y corrió hacia el televisor. Se sentó frente a la pantalla y no se movió más. Estaba hipnotizada por el dinosaurio púrpura de voz amongolada. Para cuando empezó a cantar: “Te quiero yo, y tú a mí…” su mamá ya había llegado.

Te aseguro Barney que ese día quien más te quiso en este mundo fui yo.

miércoles, marzo 16, 2005

Del puente a la...

En Lima no existe una inversión más inútil que las decenas de puentes peatonales que atraviesan la Vía de Evitamiento y la Panamericana Sur. ¿Para qué se han gastado millones de soles de todos los peruanos en estas obras, si nuestros cívicos vecinos siembre cruzan las vías de alta velocidad por la mera pista? ¡Qué despistado el Alcalde que construyó los puentes! ¿Acaso no sabe que al peruano le importa un rábano arriesgar la vida si de ahorrar tiempo y esfuerzo se trata? ¿Qué no podía ver que es más rápido cruzar por la pista en vez de subir decenas de escalones y después bajarlos para llegar seguro al otro lado? Antes de hacer tamaña inversión debieron haberle preguntado al hijo de puta que se atravesó al taxi que me llevaba a cien kilómetros por hora por Evitamiento y que casi ocasiona que no estuviera aquí para escribir este post.

sábado, marzo 12, 2005

Cuento Trillado

Temprano fue al banco a pagar una armada de la universidad donde acababa de ingresar. Le había agradado el cajero y cuando le dio su cambio intentó, con atrevimiento, tocarle la mano. No lo consiguió. En fin. Para cuando pague la otra pensión será. Su pueril intento de flirt se diluyó inmediatamente cuando el estúpido del guachimán le silbó chabacanamente, sin tacto ni delicadeza. Minutos más tarde, pensando en el anónimo cajero, recorría el camino a la universidad a bordo de una de las innumerables combis que vuelan por la avenida Javier Prado. Cuando bajó en su paradero, el otro estúpido del cobrador le volvió a silbar.

Era el primer día de clases y, desde luego, esos jeans apretadísimos, el polito minúsculo tan pegado al cuerpo y ese caminar de pasarela no pasarían desapercibidos para la masa de cachimbos. Y así, Steven Javier Silva fue, en su primer día de universitario (o universitaria, como prefieran, o para no desilusionarlos del todo), el centro de las bromas pesadas de cuanto adolescente y arlequín estudiante se cruzara en su camino. En el aula, cuando el catedrático Rosas le preguntó su nombre, su voz soltó un "Steven Javier Silva, profesor..." tan afeminado que el salón entero se cagó de risa, con Rosas incluido. Todo esto lo hacía tan distinto, tan irreverentemente distinto, a los demás estudiantes de Administración de la universidad.

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Durante los siguientes diez meses todo siguió igual. Eso no parecía afectar a Steven Javier, quien no se inmutaba con los silbidos o los sarcásticos piropos de los demás estudiantes, que ya formaban parte de su cotidianidad. Cuando un insulto lo molestaba mucho, a lo máximo que atinaba era a lanzar un ¡estúpido! Afeminadísimo que sólo lograba recargar la ametralladora de insultos. Entre los pocos amigos que Steven Javier hizo en esos diez meses, nadie comprendía la razón del estoicismo con que soportaba ese suplicio diario. Y es que el muchachito mide un metro ochenticinco, tiene bíceps anchos y una caja torácica de instructor del Gold Gym. Su padre, meditando al respecto, concluyó magistralmente: "Tremendo manganzón por las huevas..."

Un día de esos, no tiene importancia cuál (todos eran iguales), llegó más temprano que de costumbre a la universidad. Después de dejar su mochila (¡de Garfield!) en el salón y tras recibir su primera dosis de silbiditos y piropos por parte de unos estudiantes boleteados de la juerga de la noche anterior, bajó por un cigarrillo. Recién encendía el mentolado, cuando distinguió que de la ventana más grande del frontis de la universidad ondeaba un sostén negro adornado con piedras, sostenido por los boleteados estudiantes. La misma prenda de vedette que minutos antes había estado discretamente guardada en su mochila (¡de Garfield!). Imposible saber qué hacía allí sin apelar a la suspicacia particular. En ese momento llegaba la gran parte de estudiantes, la gran parte de miradas. Steven Javier corrió a la ventana, recuperó a arañones el trapo, cogió su mochila y desapareció.

Al día siguiente, Steven Javier, inexplicablemente, vestía unos pantalones Filipo Allpi, muy bien entallados, una camisa Cougar (sólo para hombres), su cabello recortado descubría sus hasta ahora desconocidas orejas, y su caminar era poco menos que militar. Su voz también fue parte de esta metamorfosis. Cuando el catedrático Rosas pasó asistencia, al apellido Silva le siguió un "presente, profesor" tan varonil, que todo el salón se quedó cojudo, con Rosas incluido. A partir de ese día y durante los siguientes y radicalmente distintos meses y años, a don Steven Javier Silva lo esperaba una rubia bestial, digna de un concurso de belleza, a la salida de clases. Fin del cuento.

(Casi olvido un detalle, que a la sazón podría resultar interesante. Los estudiantes que llegaron con el tiempo a la universidad nunca pudieron entender la razón por la cual ese manganzón del último ciclo de administración nunca dejaba su mochila... ni para ir al baño.)

viernes, marzo 11, 2005

España, aparta de mí este cáliz

(A un año de la muerte de cuatro peruanos en los brutales atentados en la estación de trenes de Atocha)

Habían llegado a España en busca de las oportunidades que no encontraban en el Perú para sacar adelante a los suyos. Algunos tenían hasta tres empleos. No importaba. Cualquier esfuerzo era poco para progresar en tierras lejanas. Una mañana, que parecía ser cualquier otra, la dinamita de trece malditas mochilas convirtió a Atocha en la última estación de sus vidas.

El 11 de marzo de 2004, medio centenar de extranjeros, entre ellos peruanos, ecuatorianos, colombianos, hondureños, dominicanos, rumanos, polacos, búlgaros y marroquíes, perdieron la vida en los brutales atentados perpetrados contra cuatro trenes suburbanos de la capital española y su periferia sur.

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En total murieron 192 personas y mil 900 resultaron heridas, la mayoría obreros y estudiantes que a las 07:30 estaban en los trenes o esperaban en los andenes de las populares barriadas de Santa Eugenia, el Pozo del Tío Raimundo y en la estación de Atocha, sin imaginar que esa fría mañana madrileña encontrarían a la muerte en forma de una espantosa explosión.

El lugar de las explosiones fue muy lejos del Perú, pero la tragedia fue muy cercana. Entre las víctimas se encontraban cuatro de nuestros compatriotas que, al precio de alejarse de sus familias o de sus hijos pequeños, intentaban forjarse un mejor porvenir en España.

Vaya este post como un sencillo homenaje a la memoria de Neil Hebe Astocóndor Masgo, Carlos Marino Fernández Dávila, Juan Antonio Sánchez Quispe y Jaqueline Contreras Otiz.

miércoles, marzo 09, 2005

A mis amigos...

Image hosted by Photobucket.comMi homenaje a los compañeros de esta vida, tan corta, tan larga. Representantes de este malhadado signo, a quienes, por pretender conocer mucho, no conozco nada y que por creer conocer poco, termino conociendo demasiado. Incansables seguidores de este Joaquín, al que cada día le ponen más discos encima. Mitades sin mitad. Viajeros de madrugada en este bus que a veces, como la vida, llega antes que nosotros y nos pasa de largo.